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  • Foto del escritorMaría Fernández Lago

EL PRECIO DEL AGUA


Magnus no puede soportar que las vetas grisáceas del mármol no coincidan, que pierdan su continuidad listada de una losa a otra. Las mira compungido sentado en su escalera de Carrara.

¡A quién se le ha ocurrido semejante estropicio!, piensa.

Y maldice al agente inmobiliario que le endosó la ganga. Y a Jan, por haberle sembrado la semilla de la envidia, o del equilibrio, cuando compró la suya dos casas más allá.

Las vetas no coinciden.

Lo llama por teléfono. El agente no contesta al otro lado. Porque son las cuatro de la mañana o porque es domingo. Ambas opciones son válidas.

Una losa, otra losa, no es tan difícil.

El jardín distrae su atención de la piedra. Lo intuye, tras la vidriera del salón, verde y húmedo. Las luces de la piscina apenas le permiten apreciar gran cosa a esa hora, salvo que la piscina parece estar perdiendo agua. Agua que no coincide con más agua dos gresites hacia el cielo, que pierde su continuidad azul escasos centímetros hacia arriba.

Un drama.

Magnus no puede soportar que el precio del agua en su residencia de verano no coincida con el precio del agua apenas unos miles de kilómetros hacia al norte. La jubilación, o el tiempo libre, ambas opciones son válidas, hacen que tenga presentes esos detalles, que le afecte hasta la lágrima el incremento salvaje que supone tener un lugar donde nadar. Y vuelve a lo de las maldiciones. Esta vez al país. Un pueblo que se va al carajo en cualquier idioma mentalmente posible.

Después llama al fontanero. Al menos éste le ofrece la cortesía del contestador automático para el desahogo intempestivo.

Una gota tras otra gota.

Entonces escucha pasos. La señorita Da Sousa y sus tacones de marabú para salir de la cama repican en la planta alta.

A continuación, un alarido: ¡Xuxinho!

El perro de bolsillo ha desaparecido. La señorita Da Sousa, como loca, maldice a Magnus por no haber ampliado el perímetro de la alarma para miniperros hasta el dormitorio mismo, pero Magnus no habla portugués bahiano y no se da por aludido.

¡Xuxinho!, le explica la joven desde lo alto de la escalera con mímica extranjera. Magnus se lleva las manos a la cabeza.

¡Y el precio del agua por las nubes!

Inmediatamente piensa en lo peor. Y en Arquímedes. Lo buena noticia es que la miniatura no debe de pesar más de lo que pesan unos calcetines enrollados, se dice, procurándose una aproximación del volumen del perro en centímetros cúbicos.

En la piscina no hay rastro del animal.

Por fortuna.

La suya.

La señorita Da Sousa lo encuentra dormido debajo de una almohada cuando estaba a punto de la continuidad del decibelio de un alarido a otro. Xuxinho abre un ojo, mira a la joven y vuelve a quedarse dormido. Porque en realidad es un gato, o por el jet lag.

Las cosas no van a quedar así, sabe Da Sousa y presiente Magnus.

El sustinho exige una reparación inversamente proporcional a la catástrofe, es decir, a la altura, o al alza, por la continuidad de las relaciones interraciales, o intercontinentales, ambas opciones son válidas.

Y también las pulseras de brillantes.


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